LA PANDEMIA DEL HAMBRE
Por Manuel Suárez
@manuelsuarez198 |
Hace ya un tiempo que tomé la decisión de no volver a escribir, determinación que obedeció a múltiples sucesos que de una u otra manera me llevaron a concluir que mi opinión, lejos de tener alguna relevancia en el conglomerado social, más bien estaba llamada a ser ignorada y desechada en lo más profundo del baúl de lo inservible. Sin embargo, con la misma insolencia con que un día decidí no transmitir más mi pensamiento a través de la escritura, hoy me atrevo a regresar al universo de las letras movido por la invitación que me hiciera insistentemente un gran colega y amigo, quien considera, a mi modo de ver utópicamente, que mis análisis escuetos sobre la realidad social pueden llegar a interesarle a alguien e incluso ser de alguna utilidad.
Pese a que evidentemente no comparto el
criterio de mi amigo, lo cierto es que aquí estoy de nuevo, tratando de
entrelazar palabras para dar coherencia a lo que pienso respecto de algo que
hoy por hoy, a medida que pasan los días, se está convirtiendo en una amenaza
para la salud y la vida de una gran parte de la población colombiana. No me
refiero al COVID-19, ya que no soy el indicado para abordar el tema, dados mis
precarios conocimientos sobre medicina y epidemiologia; empero, si hago alusión
a algo que también tiene la capacidad de enfermar y matar, incluso con una
mayor contundencia que la del denominado CORONAVIRUS, hablo del hambre.
Como consecuencia de la llegada a nuestro
territorio del virus oriundo de la China, el gobierno colombiano se vio
obligado a disponer el denominado aislamiento
social preventivo obligatorio, que no es otra cosa que la orden perentoria
para que toda la población permanezca confinada en su lugar de residencia durante
el tiempo que perdure vigente tal mandato, a fin de evitar el contagio masivo y
la propagación del COVID-19, desde luego, con algunas excepciones justificadas
en la necesidad del servicio que prestan ciertas personas.
Esta determinación, que de contera conllevó
efectos desfavorables para la economía del país, si bien fue pensada y
ejecutada con un fin que podría llamarse altruista, toda vez que su objetivo
primordial es el de proteger la salud y la vida de los individuos que integran
la nación, evitando al máximo la propagación del virus -dado nuestro ínfimo sistema
de salud-, resultó ser un perjuicio para muchos sectores de la sociedad,
especialmente para aquellas personas menos favorecidas desde el punto de vista
económico, tales como vendedores ambulantes, lustradores y pequeños
comerciantes, entre otros, quienes en aras de cuidar su salud y la de los demás,
debieron privarse de la posibilidad de obtener el ingreso diario con el que
conseguían comida y techo, tanto para ellos como para sus familias.
Aunado a lo anterior, la medida sanitaria ha
obligado, en gran proporción, a que las pequeñas y medianas empresas tengan que
suspender su producción, haciéndose casi inminente la llegada de una masacre
laboral cuyas primeras víctimas serán, sin duda, aquellos trabajadores que tienen
el don milagroso de sobrevivir, junto con su núcleo familiar, teniendo como
único ingreso el hoy por hoy efímero salario mínimo.
No siendo suficiente con esto, impera también
tomar en consideración a todas aquellas personas que pertenecen a la larga
lista del desempleo, a quienes en condiciones normales no les ha sido posible
obtener un ingreso fijo que les permita vivir dignamente y que menos aún
lograran tal objetivo mientras estén obligados a permanecer resguardados en sus
casas, no quedándoles más alternativa que esperar a que termine la contingencia
para volver a las calles en procura del tan anhelado empleo.
“Habiendo
transcurrido tres (3) semanas de lo que también se ha denominado cuarentena, los hogares más
necesitados comienzan a desesperarse; con el paso de los días ven disminuidas
sus provisiones, de por sí ya precarias, y con inmensa preocupación observan
la realidad que han de vivir, sin alimentos y sin posibilidad de
conseguirlos.”
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Con el fin de contrarrestar estos efectos, así
como muchos otros que eran perfectamente previsibles -incluso con anterioridad
a la llegada de la pandemia a territorio nacional-, el señor Presidente de la
República, amparado por la disposición del artículo 215 de la Constitución
Política, declaró el estado de emergencia
con el único fin de que le fuera posible, simplificando al máximo los trámites
legislativos, adoptar por sí mismo, con la anuencia de la totalidad de sus
ministros, una serie de disposiciones legales encaminadas, no solamente a salvaguardar
la salud y la vida de las personas mediante la imposición de un confinamiento
obligatorio para evitar la propagación del virus, sino también para aliviar de
alguna manera las nefastas consecuencias económicas fruto de dicho aislamiento.
El estado
de emergencia fue desarrollado desde el punto de vista legal con más de setenta
(70) decretos presidenciales y mediante la destinación de aproximadamente seis
(6) billones de pesos para atender la emergencia; no obstante, esto no se está
viendo reflejado en los sectores de la población menos favorecidos, pues pese a
que diariamente se hacen anuncios referentes a la adquisición de mercados o
creación de subsidios para ser distribuidos entre los más necesitados, así como
alivios económicos para que las pequeñas y medianas empresas puedan pagar sus
nóminas y así evitar los despidos a gran escala, hasta el momento lo único que
se ha hecho evidente es la investigación que están llevando a cabo los entes de
control en contra de algunos funcionarios del estado, respecto de quienes se
cree que están aprovechando la situación de emergencia para apropiarse de dineros
públicos, utilizando como fachada el incremento exagerado de los costos de tales
ayudas.
Habiendo transcurrido tres (3) semanas de lo
que también se ha denominado cuarentena,
los hogares más necesitados comienzan a desesperarse; con el paso de los días
ven disminuidas sus provisiones, de por sí ya precarias, y con inmensa preocupación
observan la realidad que han de vivir, sin alimentos y sin posibilidad de
conseguirlos. El hambre que siente el pueblo ya se ha hecho evidente en varios
lugares del país, en donde la gente, impulsada por el deseo de alimentarse y la
impotencia de no poder hacerlo, ha salido a las calles -exponiéndose a un
posible contagio que a la postre puede dar al traste con su propia vida- para clamar
al gobierno por ayuda, esa misma ayuda que ya está plasmada en unos actos
administrativos, pero que por una u otra razón no ha sido posible materializar
su entrega.
Ante el clamor de viva voz “el pueblo tiene hambre”, y la
manifestación simbólica del mismo, consistente en fijar una tela de color rojo en
la parte externa de las residencias urgidas de alimento, la respuesta del
gobierno nacional, así como de los mandatarios distritales, regionales y locales,
se halla bifurcada en dos sentidos: i) Para quienes tienen la osadía de salir a
las calles a pedir la ansiada ayuda, se aplica sin contemplación alguna el
rigor de la ley expresado en sanciones pecuniarias, judicializaciones e incluso
el uso de la fuerza por parte de las autoridades militares y de policía; ii) de
otro lado, aquellos que le temen a las consecuencias legales de aventurarse en
exteriores, y solo se atreven a fijar el distintivo escarlata en sus puertas y
ventanas como símbolo de su necesidad, obtienen a cambio una respuesta
desconsoladora: tenemos que tener
paciencia y esperar.
Tal como se observa el
panorama, salta a la vista que en Colombia estamos combatiendo una pandemia con
otra peor, pues si bien el aislamiento
social preventivo obligatorio ha sido muy útil para evitar el contagio
masivo del COVID-19, esta medida de prevención ha permitido la propagación del
hambre en una gran parte de la población, sin que haya sido posible mitigarla a
pesar de haberse proferido normas y destinado presupuesto para tal fin.
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